3°B - Inst. Santa Rosa de Lima

¡Bienvenidos a CONFITES MÁGICOS!

Debido al aislamiento obligatorio que estamos viviendo todos los argentinos, decidí reactivar mi Blog para fortalecer los vínculos con mis alumnos y alumnas.
En este Blog publicaré las actividades que vamos realizando en este período de Continuidad Pedagógica.
Estamos en contacto.
Srta. Ana
Docente de 3°B del isnt. S. R. L.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Cuento de Basillisa la Hermosa



Basilisa la Hermosa

[Cuento folclórico ruso. Texto completo]
Alekandr Nikoalevich Afanasiev


En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:
-Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
-No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
-¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga!
-Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo.
-Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas.
-¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
-Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!
-No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
-¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
-Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
-Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
-¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
-¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
-Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
-Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
-No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
-¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.
-No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.
-¿Está todo hecho? -preguntó la bruja.
-Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.
-Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
-Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
-Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
-¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
-¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda?
-Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
-Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
-Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
-Es mi Día Claro -contestó la bruja.
-Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
-Es mi Sol Radiante.
-¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
-Es mi Noche Oscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
-¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.
-Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
-Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
-La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.
-¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
-He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
-Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
-Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
-Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
-No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
-¿Qué quieres, viejecita?
-Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
-¿Qué quieres por él? -preguntó.
-No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
-Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
-No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
-Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
-Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
-Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
-Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.

martes, 9 de febrero de 2010

Cuento de Hansel y Gretel



Hansel y Gretel
[Cuento folclórico. Texto completo]
Anónimo


Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.
Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:
-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.
Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.
-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.
-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencer al débil hombre de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.
Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.
-No llores, querida hermanita -decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.
A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.
-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.
El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.
Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:
-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.
Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.
Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.
Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.
La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando éstos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.
Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.
Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.
-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.
En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.
-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.
-Tonta -dijo la bruja-, mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno.
Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.
Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.
Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos y les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.
Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

Cuento de Blancanieves



Blancanieves
[Cuento. Texto completo]
Hermanos Grimm

Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: "¡Ah, si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!". No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.
Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y el espejo le contestaba, invariablemente:

"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Respondió el espejo:

"Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella".

Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:

-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:

-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.

Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

-¡Márchate entonces, pobrecilla!

Y pensó: "No tardarán las fieras en devorarte".

Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

-¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

-¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

-¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

-¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

-¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

-¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

-¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Blancanieves -respondió ella.

-¿Y cómo llegaste a nuestra casa? -siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.

Dijeron los enanos:

-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.

-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto -y se quedó con ellos.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:

-Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.

Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

-¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:

-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?

-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.

"Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer", pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.

-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

-¡Ahora ya no eres la más hermosa! -dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo, como la vez anterior:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. "Esta vez -se dijo- idearé una trampa de la que no te escaparás", y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.

-¡Buena mercancía para vender! -gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:

-Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.

-¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta.

Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

-Ven que te peinaré como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.

-¡Dechado de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que estás lista! -y se marchó.

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.

-¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:

-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.

-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:

-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Le respondió el espejo, al fin:

"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.

Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:

-No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: "Princesa Blancanieves". Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:

-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.

Pero los enanos contestaron:

-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:

-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella".

La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

FIN